
“Estoy perdida”. Esa fue la respuesta que siempre recibí de la máquina contestadora y con la que me debí conformar cada vez que llamé a Magdalena. Obviamente sentí mucha curiosidad y decidí abocar todo el tiempo que me restaba de vida en hallarla.
En aquella época tenía la vitalidad y energía propia de un joven de 25 años.
En aquella época tenía la vitalidad y energía propia de un joven de 25 años.
Decidí no recurrir al procedimiento habitual de búsqueda de alguien extraviado, ya que, después de todo, las malas noticias siempre son las primeras en llegar. Pero, ¿cómo hallarla? Perdida, lapalabra me persiguió. ¿Dónde se había metido Magdalena?, ¿estaba perdida física, sicológicamente o ambas? La verdad es que nunca pensé que la inhumana respuesta de una máquina desataría en mí tanta inquietud ni jamás sopesé el real significado que tan solo una palabra podría cobrar.
Recorrí todos nuestros lugares de encuentro. Desde pizzerías hasta cines, desde bares a moteles. Ningún rastro de ella. Luego, cuando la bendita fortuna golpeó mi puerta y obtuve un suculento premio por un cuento, gasté todo mi dinero en un titánico viaje por los Estados Unidos, pues recordé que Magdalena siempre hablaba de su deseo de perfeccionarse en la Universidad de Michigan, que según sus palabras “era la mejor para sus propósitos”. Entonces recorrí aquel estado de cabo a rabo. No encontré nada, ninguna señal, nadie había oído su nombre.
Al regresar a Chile contacté a su familia, a pesar de que sabía las fuertes desavenencias que ellos tenían. Tal como lo imaginé, su madre no tenía idea y tampoco le importaba saber su paradero, mientras que su padre estaba internado por alcoholismo desde hacía un año.
“Siempre está borracho, lo odio, es repugnante, ojalá se muera de una buena vez”, decía Magdalena cada vez que hablábamos sobre su familia. Era hija única, pues para sus padres siempre había sido un infortunio; un desagradable accidente.
Así me pasé la vida, buscando a Magdalena, hasta los 65 años hasta que un día súbitamente golpearon mi puerta.
El cartero me entregó un sobre cuyo remitente decía simplemente Magdalena, omitiendo su procedencia; tampoco contaba con una estampilla.
El cartero me entregó un sobre cuyo remitente decía simplemente Magdalena, omitiendo su procedencia; tampoco contaba con una estampilla.
Apoyado en el dorado mango de mi bastón de roble, caminé cansinamente hacia mi refugio, el escritorio de mi estudio; mi mundo. Antes de abrir la carta, miré detenidamente la única foto que conservaba de Magdalena. Se mostraba bella, con el pelo desordenado por las manos juguetonas del viento, con esa sonrisa tan genuina que me emocionó hasta las lágrimas. Enjugué cada surco de las arrugas que pueblan mi rostro. Mientras que desde la raída foto Magdalena me observaba fijamente desde un pasado ya perdido.
Lentamente comencé a abrir la carta. Con una bella letra manuscrita el papel me arrojó el peor de los mensajes: “Amor, te extraño. ¿Dónde estoy?“
Ya no la busqué más, pues supe que, a pesar y después de todo, siempre estuvimos juntos.
Ambos pasamos nuestras vidas completamente perdidos.
2 comentarios:
¡Me emocioné....!!!! Una lágrima comenzó a asomarse... pero quedan pocas ya...
... te seguiré leyendo ...
Genial, si!, eso, muy bueno, Cristián, además atractivo de leer.
Un abrazo
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